
A lo largo de mi carrera como escritor, me he encontrado con una pregunta recurrente: amigos que me conocen desde hace años, al terminar la lectura de mis novelas, suelen llamarme para preguntarme sobre la personalidad de mis personajes. Me dicen que han encontrado parecidos conmigo, que han descubierto secretos que no conocían de mí, y, en algunos casos, creen haber descifrado algún aspecto oculto de mi personalidad. Esta pregunta, además de ser constante, me resulta bastante graciosa, porque la respuesta que siempre doy es la misma: son personajes que he desarrollado y creado para mis historias. Pero, en el fondo, sé que no siempre es cierto.
La verdad es que, en muchos de mis personajes, voy dejando un trozo de mí. Dejo pistas en sus expresiones, pensamientos, temores y reflexiones. Es inevitable. Por lo general, escribo sobre lo que me inquieta, lo que me molesta, lo que me obsesiona. En muchas ocasiones, intento encontrar en mis historias respuestas a preguntas que aún no tienen solución en mi vida. Es el caso de temas como la espiritualidad, la moral y la constante búsqueda de la felicidad.
A medida que avanzo en la escritura, me doy cuenta de que, para poder crear personajes auténticos y profundos, necesito desfragmentar lo que soy. Cada personaje lleva una parte de mi esencia, una emoción, una duda, una certeza que, en algún momento, ha sido parte de mi vida.
Por eso, cuando me preguntan si mis personajes tienen algo de mí, la respuesta más honesta es que sí, pero también no. Son creaciones independientes, con sus propias historias, pero inevitablemente, en cada uno de ellos, hay un reflejo de mis pensamientos, mis emociones y mi visión del mundo. Escribir es, en cierto modo, desnudarse frente al papel, permitir que nuestras experiencias e inquietudes cobren vida en seres ficticios que, sin quererlo, terminan llevándose un poco de nuestra alma.
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